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Discurso de Marta Ruiz en la #ShiftThePower Global Summit

04 Jan 2024

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Marta Ruiz, periodista y antigua Comisionada de la Verdad en Colombia, pronunció estas palabras el 6 de diciembre como parte del programa de la #ShiftThePower Global Summit en Colombia. Ambika Satkunanathan, del Neelan Tiruchelvam Trust (Sri Lanka), y Soheir Asaad, del Rawa Creative Palestinian Communities Fund (Palestina), la acompañaron en el escenario para debatir sobre los vínculos entre la construcción de la paz y #ShiftThePower.

 

Esta semana leí una frase del escritor bosnio Velibor Colic, que tuvo que exiliarse en Francia. Decía: “La paz no viene después de la guerra. La ira, la tristeza, la enfermedad, la pena y el odio sí. Incluso en tiempos de paz, la guerra sigue siendo algo vivo, que respira”. Esa es exactamente la razón por la que una Comisión de la Verdad es un paso necesario en la transición de la guerra a la paz. En nuestro caso, fue una guerra larga y compleja, que atrapó en su seno, como un imán, una serie de violencias históricas, sociales, políticas y criminales. Una serie de fallas geológicas en los cimientos de la nación. Abandonar esta guerra que aún palpita como una herida abierta en nuestros territorios no es fácil.

La construcción de paz requiere más que un acuerdo, más que una reconstrucción física, más que el silencio de los fusiles, más que el retorno a casa de los excombatientes y los exiliados. La construcción de paz es mucho más que estos fragmentos que hemos tenido. Que estos programas políticos que hemos tenido. Porque la paz es un derecho, un imperativo ético, y para nuestro caso, un asunto de supervivencia como pueblo. La paz implica un ejercicio de imaginación moral. De imaginar algo que nunca hemos tenido quienes aún respiramos el aire de Colombia. No matarnos es algo que no conocemos.

La Comisión de la Verdad de Colombia, que nació del acuerdo de paz firmado en 2016 entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC-EP, fue justamente uno de los mecanismos pensados para la transición, para el cierre el conflicto fratricida que hemos tenido. La verdad no es un ejercicio de elucubración sobre le pasado, ni es un ejercicio académico para que se llama a una misión de expertos a determinar causas y consecuencias. Una comisión de la verdad es sobre todo una bisagra entre el pasado y el futuro. Es un momento que para decirlo en términos muy de moda, te obliga a pensar en el aquí y en el ahora, a tramitar el trauma, el dolor y todos los sentimientos y también demandas de justicia que tenemos, pero también obliga a pensar cómo es que vamos a convivir en un mismo territorio, a pesar de nuestras diferencias, del daño que nos hemos causado, de nuestras soledades y nuestros abismos.

Yo vengo a compartir con ustedes lo que hicimos, el legado que hemos dejado y que está palpitando aún en el país, pero sobre todo, vengo con la convicción profunda de que a pesar de que no hemos logrado la paz soñada, la paz completa, la paz grande, la verdad se ha instalado como un valor de la democracia. El silencio se ha roto. El miedo a mirar el pasado se ha ido convirtiendo en una conversación pública, necesaria. Las víctimas en Colombia tienen un lugar central hoy día, y aunque estamos lejos de una reparación integral y exhaustiva, estamos en el camino correcto.

La Comisión de la Verdad de Colombia fue pensada para tres años que con la pandemia del COVID-19 se volvieron casi cuatro. Quiero señalar que fueron unos años donde se produjo un gran acontecimiento. La búsqueda de la verdad fue un acontecimiento que toco la vida de muchos. Una gran oportunidad que las comunidades asumieron con entusiasmo y convicción. Porque nunca pensamos que la verdad era una piedra filosofal en manos de 11 comisionados, sino algo que le pertenece a la gente y que teníamos que construir con la gente, con un plan básico pero también de manera muy intuitiva.

En un tiempo récord la Comisión desplegó sus esfuerzos en 28 casas de la verdad en los territorios, viajando por ríos y por montañas, para escuchar a la gente. Porque eso es realmente una Comisión de la Verdad, un gran ejercicio de escucha, una oportunidad para reconocernos y recuperar la empatía. Tuvimos la oportunidad de escuchar a más de 30.000 personas en entrevistas individuales y colectivas. Pero la existencia de la Comisión desató un proceso en el que las propias comunidades comenzaron a escucharse entre ellas. A juntarse y resignificar su historia. Presentaron más de mil informes sobre los diversos temas que nuestro extenso mandato de 13 puntos nos exigía esclarecer sobre causas, desarrollos y consecuencias del conflicto.

Es el caso por ejemplo de las personas (casi un millón) que han salido al exilio o como refugiados fuera de las fronteras. O los pueblos étnicos quienes pudieron hablar a la Comisión en sus diversas lenguas. O los niños y las niñas. Los combatientes tanto guerrilleros, paramilitares como militares y policías. Y las madres de todos ellos. Y también los testigos, como los sacerdotes o periodistas, y los expertos. A la Comisión vinieron también los presidentes, todos los que están vivos, y ministros, congresistas, y hasta narcotraficantes. En virtud de la Comisión, pero no necesariamente bajo su control, se hizo un evento de diálogo o simbólico cada día.

Digamos que un resultado tangible de ese gran movimiento por la verdad fue un informe de 10 Volúmenes, que recoge muchas verdades ya resueltas y otras que quedan planteadas para seguir profundizando en ellas. Una gran plataforma de internet con infinita información sobre el conflicto, y el archivo más completo sobre derechos humanos, conflicto y paz que hay en Colombia y que la semana pasada fue aceptado por la UNESCO para su salvaguarda.

Pero no es de esos resultados tangibles que quiero hablar sino de lo que hay detrás, de lo que logró removerse y lo que aún requiere ser removido. Porque la verdad no es un acto de iluminación ni una revelación. Es un proceso histórico de toma y cambio de conciencia colectivo, que toma tiempo, idas y venidas, diálogo, cambiar de idea, que requiere pasar por diversos sentimientos y emociones, y que requiere por supuesto lograr unos acuerdos básicos sobre lo que pasó porque el relativismo y el negacionismo no conducen a la paz; y también sobre la no repetición. Y tendremos que seguir dialogando sobre los desacuerdos que son básicamente sobre causas y responsabilidades. Por eso una comisión de la verdad es siempre un mecanismo que impulsa el proceso para hacerlo imparable, irrefrenable, pero ese proceso en manos de los ciudadanos es el que nos conducirá a la reconciliación y al NO MATARAS.

Quiero hablar de que encontramos una Nación herida. Las víctimas en Colombia están en todas partes, en todos los estratos, en todas las regiones, en todas las etnias, oficios, creencias. Pero esta ha sido una guerra con diez millones de víctimas particularmente que vivían en el campo, la inmensa mayoría perdieron sus tierras y sus vidas comunitarias. Tenemos medio millón de personas asesinadas en casi cuatro décadas y 120 mil desaparecidos. Estas cifras letales revelan el tipo de guerra que tuvimos: el 90% de quienes perdieron la vida eran civiles desarmados. Habitantes rurales en su mayoría. Hombres jóvenes. Así pues detrás de estas cifras hay una realidad palpable: madres que perdieron a sus hijos, pero también hijos que crecieron sin sus padres. Hay que reconocer que la guerra la cargaron sobre sus hombros quienes la sobrevivieron: las mujeres. Ellas se cargaron a los huérfanos, ellas han buscado a los desaparecidos, ellas están luchando por una tierra que las leyes les negaban por ser mujeres, y ellas nos están enseñando el camino del perdón y también la paz estable. La paz de Colombia, no me cabe duda, está en manos de todos, pero sobre todo de las mujeres. Y que sin una justicia social verdadera para los territorios, para el sector rural, no habrá paz posible.

La Comisión pudo palpar el impacto de esa violencia desmesurada no solo en las personas, en sus sentimientos como dije atrás de odio, de miedo, de soledad. El sentir que su dignidad fue mancillada. También en el quiebre de los valores comunitarios más queridos, como el diálogo intergeneracional, la solidaridad y sobre todo la confianza. La guerra rompió la confianza en el pacto social: ese pacto básico de que las instituciones están para protegernos y por múltiples razones, no lo hicieron. El tejido social está muy herido por la violencia, por el asesinato de líderes y requiere grandes esfuerzos para inyectarle capacidades reales de acción colectiva. En ese sentido la verdad va de la mano con la necesidad de un desarrollo humano real, que permita reconstruir proyectos de vida. Eso toma tiempo y por eso no hay que pensar en planes a tres o cinco años. Tomará una o dos generaciones.

La guerra de Colombia fue, así mismo, y ha sido porque en parte continúa, una mezcla de motivaciones y contextos políticos, con una serie de conflictos sociales, como los agrarios y guerras de carácter criminal y de lucha por rentas, tanto legales como ilegales. No es una guerra fácil de parar, porque hay múltiples intereses en ella, actores de muy diversa extirpe, nacionales e internacionales. Pero fue esencialmente una guerra por el poder político y la democracia. Una guerra ideológica donde los bandos enfrentados, insurgencia y Estado, llevaron la noción del enemigo a extremos inimaginables, con prácticas de violencia que fueron abiertamente crímenes de guerra y de lesa humanidad.

Las guerrillas llevaron el secuestro a extremos poco vistos en el mundo. Fueron más de 50.000 secuestros en esas cuatro décadas, y hubo casos en los que los rehenes fueron fusilados y en caso duraron hasta 15 años en cautiverio. Los paramilitares cometieron más de 2.000 masacres y son responsables de la mayor parte de los casos de desaparecidos. Miles de fosas comunes, de las cuales varios son ríos, están hoy siendo ubicadas en una tarea de largo plazo que requiere paciencia y un trabajo comunitario fuerte. El Estado además de su alianza con paramilitares, ha tenido que responder por ejecuciones fuera de combate de muchachos inocentes a los que falsamente se hizo pasar por guerrilleros. Son más de seis mil casos.

La Comisión se ocupó durante su mandato de una tarea que destaco como muy importante, y de la que también en una escena judicial, se ha ocupado la Jurisdicción Especial de Paz, que es el tribunal creado para juzgar estos crímenes. Hablo del reconocimiento voluntario de responsabilidades, que durante la Comisión logró que se reunieran víctimas y victimarios, y a veces víctimas de un lado y de otro, o perpetradores que estuvieron enfrentados en la guerra. Esta es una tarea muy desafiante porque las víctimas no quieren una verdad a medias. Quieren que se les cuente con detalle de modo, tiempo y lugar los hechos. Esta ha sido una tarea que quizá solo en Sudáfrica se había realizado y que yo creo que es central.

En Colombia eso está de manera muy silenciosa, aunque excepcionalmente pública, la conciencia sobre lo que nos pasó. Escuchar a los responsables de actos atroces reconocer sus crímenes, pero, además, entregar algún tipo de explicación sobre lo ocurrido ha sido un ejercicio que requerirá tiempo para ser decantado por la sociedad. Pero allí falta mucho aún porque una guerra no es un asunto solo de quienes empuñaron las armas. Detrás de las guerras hay entramados muy fuertes políticos y económicos que merecen reflexiones mucho más de fondo. Requieren que se revisen modelos económicos que arrasan con las comunidades y favorecen la violación de los derechos humanos, y esas graves fallas de la democracia que hacen que los conflictos sociales entre comunidades y élites terminaran muchas veces resueltos por la vía de la violencia.

Una Comisión de la Verdad como la colombiana por tanto fue una pequeña puesta en escena de lo que son las posibilidades de la convivencia pacífica, de encontrarnos a hablar de esos temas difíciles, que deben quedar en el pasado, y poder mirar hacia delante. Quiero decir que no son los políticos, ni los excombatientes quienes han dado el primer paso en la reconciliación: han sido las víctimas. La gente que más ha sufrido en el conflicto armado ha dado muestra de que puede mirar al futuro, de que no esperan quedarse anclados en el odio y la rabia, de que tampoco están dispuestas a perdonar con verdades a medias. Pero son la gente que nos hace tener fe en que esté país logrará la reconciliación. Se requiere mucha generosidad, pero este país la tiene.

Finalmente, una de las grandes conclusiones de la Comisión es que para cambiar el futuro se necesita apuntar a cambios estructurales: en el modelo de seguridad, en la tierra, en las formas de gobierno, particularmente en convertir a las regiones lugares donde la gente tenga protagonismo y se viva la democracia enteramente. El Estado tiene que cambiar. Tienen que cambiar las relaciones de poder, tiene que democratizarse el poder que ha estado en pocas manos, en manos armadas. El poder tiene que desplegarse ya no por las armas sino por las capacidades, por la acción colectiva, por unos liderazgos que desaten nuestras capacidades sociales.

Pero también tiene que cambiar la sociedad. Tenemos que hacer un cambio cultural para la inclusión de los otros, sin señalamientos, sin estigmas, sin exclusiones. Necesitamos convivir. Pero eso implica un cambio de conciencia y dejar la guerra a un lado. La guerra ha sido en Colombia un modo de vivir, de gobernar y de ejercer la política. Creemos que se necesitan líderes en todos los territorios que salgan del modo guerra y podamos imaginar un liderazgo basado en la creación, en el diálogo y sobre todo, en una convivencia entre diferentes. Ese tipo de paz no la dará un presidente, ni un gobierno, ni una organización internacional. No es una paz que se pacta entre élites y luego se irriga al resto del país. Más bien se crea de lo pequeño a lo grande, de lo sencillo a lo complejo, en cada tejido, en cada relación social, en la escuela, en el trabajo, en las canciones, en los versos, en la relación incluso con la naturaleza. La paz no llega, la paz es esencialmente un cambio en nuestro relacionamiento, en la manera de estar juntos. Y en ese escenario la verdad es un valor necesario porque es la que nos devuelve la confianza.

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